Hay temas que, aunque no nos afecten personalmente, no deberían pasarnos desapercibidos. La homosexualidad es uno de ellos. Está presente en la sociedad, en nuestras clases, en nuestras familias, y sin embargo, aún parece que muchas personas no saben muy bien cómo actuar frente a ella. Se habla de progreso, de aceptación, de inclusión… pero ¿Qué tanto de eso es real y qué tanto es apariencia?
¿De verdad estamos tan avanzados como nos gusta pensar?
Muchas veces se ve la homosexualidad desde fuera como algo que ya no es un problema. Se dice que ahora está todo normalizado, que “ya no hay homofobia”. Pero cuando prestas atención, te das cuenta de que aún hay muchos muros invisibles. Comentarios que sobran, chistes disfrazados de “broma” y miradas que incomodan. No hace falta que alguien grite un insulto para hacer daño. A veces el entorno hiere con silencios.
¿Cómo puede considerarse sano un entorno donde lo diferente todavía se señala, aunque sea en voz baja?
También está esa idea de que el respeto consiste solo en “no meterse con nadie”. Pero no hacer daño no es lo mismo que cuidar. No basta con no ser homófobo: hay que crear espacios donde las personas no tengan que vivir con miedo a mostrarse como son. Y eso implica actuar, no solo quedarse callado mientras otros sí hacen daño.
¿Qué responsabilidad tenemos los que no sufrimos esa discriminación directamente?
Desde la filosofía se habla mucho de libertad, de autenticidad, de ser uno mismo. Pero ser uno mismo debería ser algo natural, no algo que implique riesgo. ¿Qué tipo de libertad es esa que depende del contexto? ¿Dónde está la auténtica libertad si sigue siendo un privilegio, y no un derecho real para todos?
¿Es posible ser uno mismo en un entorno que no te deja respirar tranquilo?
No hace falta ser homosexual para darse cuenta de que el problema no está en las personas, sino en la mirada que se lanza sobre ellas. Y hasta que esa mirada no cambie, seguirá siendo difícil construir entornos sanos. Entornos donde se pueda hablar sin miedo, vivir sin fingir, amar sin excusas.
¿No deberíamos estar más preocupados por la rigidez del entorno que por la identidad de las personas?
En el fondo, todos queremos sentirnos aceptados. No aplaudidos, no celebrados, simplemente aceptados. Y eso empieza con cosas pequeñas: con respeto real, con empatía, con normalidad. No es tan complicado. Lo complicado es que aún haya que explicarlo.
¿Por qué seguimos complicando lo que, en esencia, es tan simple como dejar ser?
Y entonces, llega la pregunta grande. Esa que a veces no se dice, pero que está ahí, flotando en el aire, cada vez que alguien no se atreve a mostrarse por miedo a la burla, al rechazo, al juicio.
¿Qué clase de mundo estamos construyendo si aún hay quienes tienen que esconder lo que son para sentirse a salvo?
¿De verdad estamos tan avanzados como nos gusta pensar?
Muchas veces se ve la homosexualidad desde fuera como algo que ya no es un problema. Se dice que ahora está todo normalizado, que “ya no hay homofobia”. Pero cuando prestas atención, te das cuenta de que aún hay muchos muros invisibles. Comentarios que sobran, chistes disfrazados de “broma” y miradas que incomodan. No hace falta que alguien grite un insulto para hacer daño. A veces el entorno hiere con silencios.
¿Cómo puede considerarse sano un entorno donde lo diferente todavía se señala, aunque sea en voz baja?
También está esa idea de que el respeto consiste solo en “no meterse con nadie”. Pero no hacer daño no es lo mismo que cuidar. No basta con no ser homófobo: hay que crear espacios donde las personas no tengan que vivir con miedo a mostrarse como son. Y eso implica actuar, no solo quedarse callado mientras otros sí hacen daño.
¿Qué responsabilidad tenemos los que no sufrimos esa discriminación directamente?
Desde la filosofía se habla mucho de libertad, de autenticidad, de ser uno mismo. Pero ser uno mismo debería ser algo natural, no algo que implique riesgo. ¿Qué tipo de libertad es esa que depende del contexto? ¿Dónde está la auténtica libertad si sigue siendo un privilegio, y no un derecho real para todos?
¿Es posible ser uno mismo en un entorno que no te deja respirar tranquilo?
No hace falta ser homosexual para darse cuenta de que el problema no está en las personas, sino en la mirada que se lanza sobre ellas. Y hasta que esa mirada no cambie, seguirá siendo difícil construir entornos sanos. Entornos donde se pueda hablar sin miedo, vivir sin fingir, amar sin excusas.
¿No deberíamos estar más preocupados por la rigidez del entorno que por la identidad de las personas?
En el fondo, todos queremos sentirnos aceptados. No aplaudidos, no celebrados, simplemente aceptados. Y eso empieza con cosas pequeñas: con respeto real, con empatía, con normalidad. No es tan complicado. Lo complicado es que aún haya que explicarlo.
¿Por qué seguimos complicando lo que, en esencia, es tan simple como dejar ser?
Y entonces, llega la pregunta grande. Esa que a veces no se dice, pero que está ahí, flotando en el aire, cada vez que alguien no se atreve a mostrarse por miedo a la burla, al rechazo, al juicio.
¿Qué clase de mundo estamos construyendo si aún hay quienes tienen que esconder lo que son para sentirse a salvo?
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